Kenia
SALUD
Estudio internacional con 20 mil mujeres de 21 países
Ácido tranexámico reduce muerte de mujeres con hemorragia post-parto

Wecan realizó foro para visibilizarlas
Mujeres indígenas encabezan acciones contra el cambio climático

Las mujeres indígenas son las que sufren los primeros y los peores efectos del cambio climático, y también las que encabezan los esfuerzos para proteger el ambiente.
Un foro organizado por la Red de Acción de Mujeres para la Tierra y el Clima (Wecan, en inglés) reunió a indígenas de todo el mundo para discutir los efectos del cambio climático en sus comunidades y en sus respectivas actividades laborales hacia las soluciones sostenibles.
“Este foro está bastante enfocado a las comunidades que están al frente de la lucha contra el cambio climático. Quisiéramos tomarnos el tiempo para visibilizar el liderazgo de las mujeres y sus llamados a la acción”, indicó la directora ejecutiva de Wecan, Orielle Lake.
Las indígenas “trazan una línea roja para proteger y defender a la madre tierra, a todas las especies y a la red misma de la vida”, añadió.
Entre las participantes del foro estaba la directora ejecutiva de la Red de Información Indígena, Lucy Mulenkei, que trabaja con comunidades indígenas en Kenia en cuestiones de desarrollo sostenible.
Las indígenas keniatas soportan la carga de las consecuencias del cambio climático, observó. “Experimentamos muchas sequías prolongadas, un trabajo más que recae sobre las mujeres, pues encontrar agua se convierte en un problema porque hay que ir más lejos.”
En febrero, el gobierno keniata declaró emergencia nacional por la sequía, lo que significa que duplicó el número de personas que viven con inseguridad alimentaria, aumentó el grado de malnutrición a niveles de emergencia y dejó a millones de personas sin acceso al agua potable.
Pero debido al cambio climático, el país también experimenta fuertes lluvias, lo que generó inundaciones, que perjudicaron a las comunidades indígenas, indicó Mulenkei.
Los extremos climáticos son en gran medida el resultado del uso de combustibles fósiles, cuya quema emite gases de efecto invernadero que contribuyen al recalentamiento global. Estados Unidos es responsable de casi 20 por ciento de las emisiones contaminantes, lo que lo convierte en uno de los que más gases libera a la atmósfera.
A pesar de estar a unos 12 mil 900 kilómetros de Kenia, Mulenki recordó a IPS que “cualquier cosa que hagas muy lejos, nos impacta a nosotros aquí”.
PETRÓLEO ENVENENA, DESTRUYE
La industria de los combustibles fósiles también impacta a las comunidades indígenas de Estados Unidos con sus megaproyectos de infraestructura.
“No te imaginas todo lo que cambió con la llegada del petróleo”, indicó Kandi Mossett, responsable de Energía Extrema y Campaña de Transición Justa de la organización Red Ambiental Indígena, refiriéndose al descubrimiento de petróleo en la formación de Bakken, en Dakota del Norte.
“El aire se envenena, el agua se destruye”, subrayó.
Mossett es una de las indígenas que encabezan el movimiento contra el oleoducto Dakota Access, que concentró la atención internacional en 2016, cuando miles de manifestantes fueron violentamente reprimidos por las fuerzas de seguridad.
Las comunidades indígenas son un blanco desproporcionado de esos proyectos. “No ve un pozo de fracturación en Hollywood ni en el jardín de la Casa Blanca. Lo ve en poblaciones de bajos ingresos y de minorías”, ejemplificó.
Mossett subrayó la importancia del consentimiento previo para la aprobación de esos proyectos de desarrollo, como está previsto en la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas. Ni el gobierno ni la empresa respetaron esa norma en el caso del Dakota Access.
“La consulta no equivale al consentimiento”, precisó a los presentes.
Las comunidades indígenas tienen que hacer frente a problemas similares a medida que la economía y las compañías realizan la transición hacia las energías renovables.
En Kenia, las comunidades indígenas son testigo de la construcción de proyectos de energía renovable sobre sus tierras y sin su consentimiento, como las iniciativas Ngong Hills y Kipeto en territorio masai.
“Me siento desatendida, me siento marginada, me siento aislada”, confesó Mulenkei a IPS, respecto de la falta de consentimiento y consultas con los pueblos indígenas por la realización de los proyectos de infraestructura. Estos serán beneficiosos solo si están abiertos a la participación, añadió.
Los pueblos indígenas a veces soportan violaciones más extremas con el crecimiento de la economía verde, como el desplazamiento de las comunidades masai, tras la expansión de la producción de energía geotérmica.
En Honduras, la indígena defensora del ambiente Berta Cáceres fue asesinada en su casa en marzo de 2016 por oponerse a la construcción de una represa hidroeléctrica.
Un informe del Centro de Recursos Empresariales y de Derechos Humanos señaló que cinco de cada 50 empresas dedicadas al desarrollo de energías renovables dicen estar comprometidas con la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas.
Mossett y Mulenkei coincidieron en la necesidad de respetar los derechos indígenas de forma integral y urgieron a tomar medidas colectivas para proteger el ambiente y contemplar los derechos humanos.
“Tenemos que tomar medidas directas no violentas en el terreno y recuperar el poder sobre nuestras comunidades porque nadie lo hará por nosotros”, remarcó Mossett.
El foro de Mujeres Indígenas para la Protección de la Tierra, los Derechos y las Comunidades se realizó en forma paralela con la 16 sesión del Foro Permanente de las Naciones Unidas sobre Cuestiones Indígenas, que comenzó el 24 de este mes y se extenderá hasta el 5 de mayo en la sede del foro mundial de Nueva York.
*Este artículo fue publicado originalmente por la agencia internacional de noticias IPS.
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DERECHOS HUMANOS
No es historia, pasa hoy: Asha Ismail
Mutilación genital femenina: dolor, hemorragias, infecciones, depresión…

La activista keniana Asha Ismail usa su vivencia con la mutilación genital femenina como herramienta para erradicarla: “Si con mi voz una sola persona reacciona y decide pararlo en otro lado del mundo, yo he ganado”. En tan sólo un año, más de 200 millones de niñas y mujeres en 30 países del mundo han sufrido esta práctica, una de las mayores manifestaciones del control sobre el cuerpo de las mujeres.
“No sé exactamente cuándo nací, pero según me contaron tendría más o menos cinco años cuando mi familia decidió que era el momento de purificarme”.
Era el turno de palabra para Asha Ismail, fundadora de la oenegé “Save a Girl, Save a Generation”, y la sala enmudeció. La jornada estaba siendo intensa, e incluso dolorosa, pero lo más arrebatador fue la intervención de esta mujer keniana.
“La noche anterior pasé muchos nervios, como una niña esperando la Noche de Reyes. Por la mañana me mandaron a comprar cuchillas. Y empezaron a cortarme. Era muy doloroso y cuando grité me metieron un trapo en la boca, porque una mujer no debe mostrar su debilidad. Estaba mi abuela sujetándome y mi madre indicaba dónde cortar”.
Las jornadas “Mutilación genital femenina: aprendizajes y retos”, organizada por Munduko Medikuak / Médicos del Mundo Euskadi, habían abordado la cuestión desde el punto de vista de la intervención y prevención que se puede hacer y se hace en el Estado español, concretamente en Bilbao. También se analizó la importancia de la mediación, pero la dura realidad a la que se enfrentan millones de mujeres atravesó el estómago y las entrepiernas de las personas participantes con la intervención de Ismail. Seria, dura, clara.
“Luego me cosieron con hilo y aguja. Me sellaron completamente, para asegurar mi virginidad, y me dejaron dos agujeros muy pequeños. ‘Ten cuidado’, me decía mi madre, ‘que como no se cure te volvemos a cortar’. El dolor físico y la herida se curan, pero los problemas empiezan a partir de ahí porque te cambia la vida: cuando haces pis, cuando tienes infecciones, cuando te viene la regla porque no tiene lugar por dónde pasar…”.
Está acostumbrada a hablar en público, a contar su historia, pero cada vez que lo hace se estremece. Para y respira para continuar, porque está convencida de que la mejor manera de luchar contra la mutilación genital femenina es contar en primera persona qué es y qué supone en realidad. Mirando a la cara.
“Llegas a sentir vergüenza por lo que te ha pasado. Y no se podía hablar de ello. Yo preguntaba a mis hermanas si ellas tenían dolores o les dolía y me decían que no. Me sentía un bicho raro”.
CONTROL SOBRE EL CUERPO
La mutilación genital femenina (MGF) –tal vez sería más correcto hablar en plural porque existen diferentes tipos de corte- es una de las formas más brutales y extremas de violencia contra las mujeres. Los daños físicos, psicológicos y emocionales son evidentes, así como las consecuencias de por vida. Esta tradición, arraigada en decenas de países y en varias religiones (se practica en territorios tan dispares como Rusia, Colombia, Egipto o Indonesia), es tal vez una de las más intensas y sangrientas manifestaciones del control patriarcal sobre el cuerpo de las mujeres, sobre su sexualidad, placer, intimidad y reproducción.
“En mi instituto, a la mayoría de las niñas no se la habían practicado y yo no me duchaba con ellas para que no me vieran.
Me autoconvencía de que yo era más limpia que ellas porque estaban abiertas y con todo colgando. Mi madre lo hizo con todo el amor del mundo, pensando que era lo mejor para mí”.
LA VUELTA AL HORROR
Para nuevamente, bebe, respira y continúa; porque tal vez esta parte del relato de Asha Ismail sea la más dura y estremecedora: su noche de bodas. La reiteración del horror, la vuelta atrás.
“Mi marido, el que me habían elegido, era de Somalia. Mientras todo el mundo bailaba, fuimos a un cuarto y como él no podía penetrarme llamó a una señora para cortarme y acostarse conmigo. Lo que sentía era tremendo, un odio terrible hacia mí y hacía todo el mundo. He oído casos de mujeres que se han suicidado en su noche de bodas. Nadie te dice lo que te espera cuando te llega la regla o cuando te casas. Esa noche me quedé embarazada y esa fue la única relación que tuve con ese hombre. La herida volvió a cerrarse, porque estaba en carne viva”.
Al menos 200 millones de niñas y mujeres que viven en 30 países han sufrido la mutilación genital femenina, según el último informe de Unicef al respecto: ‘Female Genital Mutilation/Cutting: A Global Concern’, publicado en febrero de 2016. Y las cifras aumentan año a año, tanto por los mayores registros y controles de datos como por el crecimiento de la población en determinados países.
“El parto me pilló en un taxi de camino al hospital, en Mogadiscio. La niña empujaba, pero no tenía por dónde pasar…, pero empujó tanto que me cortó de la misma forma que cuando se desgarra un trapo viejo, por todos lados. Ya en el hospital, me cosieron”.
El silencio envuelve la sala. La intervención de Asha Ismail ha sido de las más cortas de la intensa jornada, pero sin duda la más impactante. Hay quien llora, al menos quien deja correr sus lágrimas porque el llanto interior es unánime.
“No me es agradable contar mi vida privada ni contar lo que he pasado porque cada vez que lo cuento lo revivo –su rostro y su tono de voz no dejan dudas-, pero creo que es necesario hacerlo para ver la gravedad de la situación. No es historia, porque esto sigue pasando hoy. No hace falta pensar en África, esto también pasa en Europa”.
CONTRA LOS DDHH
Y en América del Norte y en Australia, como recuerda Unicef. La mutilación genital femenina comprende todos los procedimientos consistentes en la resección parcial o total de los genitales externos femeninos, así como otras lesiones de los órganos genitales femeninos por motivos no médicos, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), que recuerda que es una violación de los derechos humanos de mujeres y niñas.
Esta misma agencia de las Naciones Unidas explica que, en la mayor parte de los casos, es realizada por “circuncisores” tradicionales, que suelen tener otras funciones importantes en sus comunidades, tales como la asistencia al parto. Además, hay muchos casos en los que los proveedores de asistencia sanitaria practican la mutilación movidos por la errónea creencia de que el procedimiento es más seguro si se realiza en condiciones medicalizadas. Por ello, la OMS exhorta a los profesionales de la salud a abstenerse de efectuar tales intervenciones.
“Hay mujeres y organizaciones que están allí y necesitan apoyo, porque se están jugando la vida”. Asha Ismail finaliza su intervención pidiendo fondos para erradicar esta criminal práctica. Aunque lo hace sin nombrar su organización ni hacer publicidad, porque su grito y su lamento no entiende de logotipos.
La sala sigue estremecida, respirando hondo. En el turno de preguntas, varias personas deciden coger el micrófono para darle las gracias. Una mujer simplemente quiere abrazarla.
GRITO PARA SALVAR A UNA GENERACIÓN
“Hace unos años que decidí hablar sin tapujos para intentar acercar a la gente esta realidad, para que se den cuenta que es un problema real, que existen víctimas reales y no son solamente números. Que la gente tome conciencia de eso, aunque para mí es muy duro contarlo porque lo revivo cada vez”. Ismail retoma la palabra para responder a las preguntas de Pikara Magazine. “Aunque en realidad me sirve de alguna manera como terapia. Intentar hablar de ello me hace superarlo, porque hace unos años no podía empezar siquiera, cuando abría la boca me atragantaba. Ahora puedo hablarlo más”.
Tras vivir durante muchos años en silencio su dolor y sus dudas, sin poder conversar ni siquiera con sus hermanas, el nacimiento de su hija hace 27 años la motivó a alzar a la voz contra la mutilación genital femenina. Deseó tener un hijo varón para evitar a la criatura los sufrimientos, pero que fuera niña lo consideró una señal para reaccionar: “La cogí y decidí que ella no podía pasar por todo lo que yo había pasado. Y a partir de ahí, empecé a abrir mi boca y romper todos los tabúes para hablar con la familia. Cosas que nunca me contestaban empezaron a hacerlo”.
E insistió en hablar, en decir, en convencer. Y vio que había receptividad a sus palabras, y que sus interlocutoras hablaban porque tenían necesidad de contarlo y compartirlo. “Yo hablaba, hablaba, hablaba”, recuerda. Y lo logró: su entorno dejó de mutilar, sus hermanas, sus primas, sus amigas…
Ismail reconoce el valor de estas mujeres que plantan cara a esta brutal tradición -“son mis heroínas”, dice-, porque no estar mutilada ha supuesto para muchas el rechazo social y familiar. Y hay quien se lo reprocha, porque algunas de esas niñas que no fueron mutiladas no han encontrado marido: “Puede ser que nunca se casen, es el precio que tienen que pagar ellas y sus familiares, pero no han pasado por la mutilación. ¿Es duro? Sí, pero no imposible. Sus madres les han dado un regalo y ellas también quieren transmitir ese regalo”.
Esta idea de transmisión, de multiplicar el legado, es el significado que esconde el nombre de su oenegé: ‘Save a Girl, Save a Generation’, fundada en 2007 y formada y dirigida “por mujeres a las que se les negó el derecho a hablar y defender sus derechos desde niñas”, recoge su web.
En Tanzania, donde vivió Ismail al nacer su hija, logró, tras una ardua persuasión, que una mujer no mutilara a sus cinco hijas como tenía previsto: “Son cinco niñas no mutiladas, cinco niñas que no van a mutilar a sus hijas, es una generación salvada”, sonríe. Y es que lo tiene claro: “Aunque sólo sea una niña la que se salve. Aunque con mi voz sólo una persona reaccione y decida pararlo en otro lado del mundo, yo he ganado”.
La mutilación genital femenina abarca procedimientos distintos: clitoridectomía (resección parcial o total del clítoris), excisión (que incluye, además del clítoris, labios mayores o menores), infibulación (estrechamiento y sellado de la abertura vaginal tras cortar y recolocar los labios menores o mayores e incluso el clítoris; la que sufrió Asha Ismail) o aquellos otros procedimientos lesivos de los genitales externos con fines no médicos, siguiendo a la OMS.
“Les digo a las mujeres que los problemas de salud que tienen no son porque sí, son problemas asociados a lo que les han hecho. Simplemente les digo que si te pasa a, b o c es por la mutilación. Porque, ¿cuántas mujeres han muerto pariendo a sus hijos?, ¿o cuántos niños han muerto al nacer?”, relata la activista keniana. Hemorragias graves, problemas urinarios, quistes, infecciones, complicaciones del parto y aumento del riesgo de muerte del recién nacido, además de problemas psicológicos como depresión, ansiedad, trastorno de estrés postraumático o escasa autoestima son algunas de las consecuencias relatadas por la OMS.
La vuelta a revivir un dolor que no se pasa, es habitual en la vida de Asha Ismail: “Cuando llegué aquí había un gran desconocimiento del tema. Fui a un ginecólogo y me miró, y llamó a otro, y a otro, y de repente tenía a cuatro personas mirándome. Yo estaba temblando literalmente, y sudando, pero no me dijeron nada. Cuando salí, me senté en el parque y lloré muchísimo porque me sentí fatal. No les culpo porque no tenían ni idea de lo que tenían delante”.
No sabe exactamente cuándo nació, pero debe rozar los 50 años. Huye de la compasión, aunque su relato despierte encogimiento, dolor y rabia: “No me gusta el victimismo, no me gusta que me miren como pobrecita, porque no lo soy. Soy sobreviviente y me considero una luchadora como millones de mujeres que han pasado por la mutilación. No solamente luchan las activistas, no; las mujeres que están en silencio en su casa pasándolo como lo pasan también son luchadoras. Somos sobrevivientes, no víctimas”.
*Este artículo fue retomado del portal de Pikara Magazine.
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